Nadie
hablaba en medio de la marcha. Las cabezas bajas, las caras tristes,
desesperanzadas. Eran rostros que podían reflejarlo todo, menos los
pensamientos. Eran ideas efervescentes que se empezaban a fraguar en medio de
la derrota. El candidato presidencial Luis Carlos Galán había sido asesinado
siete días atrás y aquella mañana, como contracultura del Estado de sitio que
había declarado el entonces presidente Virgilio Barco, y en protesta contra la
violencia que vivía Colombia, 25.000 personas, la mayoría estudiantes,
protestaron en la capital del país.
El acto,
que fue convocado por estudiantes de la Universidad del Rosario, se conoció
como la Marcha del Silencio (la primera Marcha del Silencio la encabezó Jorge
Eliécer Gaitán semanas antes de su asesinato, en 1948). Según uno de los
participantes de la réplica de 1989, el abogado Óscar Guardiola, lo que se vivió
ese día fue “una experiencia de verdadera democracia”.
En ese
momento el país estaba devastado y dividido. La guerra del narcotráfico cobraba
sus cuentas a través de carros bomba, secuestros, extorsiones y homicidios
selectivos. Era la época del narcoterrorismo de Pablo Escobar Gaviria y Gonzalo
Rodríguez Gacha, del exterminio de los miembros de la Unión Patriótica a manos
del paramilitarismo y de la desmovilización del M-19, entre otros hechos. El
día a día era de aterradores y oscuros episodios, como el asesinato de Héctor
Abad, del director de El Espectador, Guillermo Cano, de las masacres de Mejor
Esquina, Honduras, El Tomate o Segovia, que llenaban la cotidianidad de estupor
y de duelo.
El
presidente Virgilio Barco había planteado primero un plebiscito para buscarle
camino a una reforma constitucional a través del pueblo, que los partidos
políticos convirtieron en un proyecto de acto legislativo en el Congreso. En el
segundo semestre de 1989, mientras el narcoterrorismo golpeaba, la reforma
tomaba forma. Sin embargo, a última hora un grupo de congresistas le añadió a
la iniciativa un eventual referendo para que los colombianos decidieran sobre
la extradición de colombianos. Precisamente la razón por la que la mafia había
convertido a Colombia en un baño de sangre.
Las
evidencias eran recientes. El 27 de noviembre explotó un avión de Avianca con
107 inocentes a bordo; y el 6 de diciembre detonó un bus bomba frente al
edificio del DAS en Bogotá. Entonces el presidente Barco comprendió que los
colombianos, aterrorizados y confundidos, no estaban en posición de contestar
con neutralidad a la engorrosa pregunta de la extradición y prefirió echar
atrás la reforma antes que acceder al referendo.
Pero la
Marcha del Silencio había forjado una pequeña revolución entre los estudiantes.
Según Guardiola, la lectura de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, o el
rock independiente de bandas como The Cure, The Clash, Pixies y Tropicalia
apuntaban hacia el mismo mensaje: “El mercado y la política se habían
convertido en un organismo depredador del que había que alejarse”. Un horizonte
que sirvió a la decana de Derecho de la Universidad del Rosario, Marcela
Monroy, y al jurista Fernando Carrillo para convocar a sus estudiantes a
realizar mesas de trabajo y buscar soluciones a través del movimiento que
llamaron “Todavía podemos salvar a Colombia”.
Ya no
eran románticos sin fundamento. Ahora creían en la opción de una Asamblea
Constituyente para realizar la reforma que no pudieron concretar los políticos.
Y de sus reflexiones surgió la idea luminosa: junto a los votos por la consulta
liberal de alcaldes, diputados, concejales, senadores y representantes a la
Cámara, introducir una séptima papeleta en las elecciones del domingo 11 de
marzo de 1990 en la que se leyera textualmente: “Voto por una Asamblea
Constituyente convocada por el pueblo”.
Con el
aval de la rectoría de la Universidad del Rosario y el apoyo de otras
universidades, se gestó el proyecto. Se buscaron fondos para imprimir la
papeleta y divulgarla y pronto los medios de comunicación acogieron la idea. El
Estado Social de Derecho cobraba forma en las manos de la gente. Bandas
musicales como Sociedad Anónima comenzaron a escribir letras de rebelión:
“Profunda conmoción causó en el país la nueva suspensión de libertad
condicional, a todo el que hallasen con algo en su nariz, será considerada todo
un criminal”. El orden de aquel desorden de violencia imperante se alteraba por
fin.
Algunos
se apresuraron a decir que la séptima papeleta era inconstitucional, pero hasta
las Farc reconocieron que la veían como una opción hacia la paz. Los líderes
del recién desmovilizado M-19 la acogieron como propia. “Lo que se buscó fue
ampliar la carta de derechos, darles fuerza interna a las normas de derechos
humanos y buscar mecanismos más directos de protección”, recuerda hoy el
director de la corporación DeJusticia, Rodrigo Uprimny, quien entonces apoyó el
movimiento desde la Comisión Colombiana de Juristas.
El dilema
era que la Registraduría no contara los votos de la convocatoria estudiantil.
Sin embargo, en un acto que Fernando Carrillo calificó de “patriotismo”, el
organismo electoral determinó que si bien no contaría los votos, tampoco iban a
anularse. Y fue victoria. Más de dos millones de votos contaron los
estudiantes. Un éxito que llegó a ser ejemplo en Latinoamérica. Una revolución
pacífica y sin sangre, se diría. Luego Barco dejó su legado: cinco meses antes
de terminar su mandato, expidió un decreto para que en las presidenciales de
mayo las papeletas por la Constituyente fueran contabilizadas por la
Registraduría. Esta vez el éxito fue mayor.
La gente
del movimiento “Todavía podemos salvar a Colombia”; los estudiantes que
apoyaron la Séptima Papeleta; la sociedad que creyó en el grito de las nuevas
generaciones; Marcela Monroy, Fernando Carrillo, Juan Miguel de la Calle,
Catalina Botero, Óscar Guardiola, Rodrigo Uprimny, entre todos dieron un nuevo
aire a la democracia. Lo demás fue la convicción de las instituciones de que la
Constituyente era una conquista social que nadie podía parar. El gobierno
Gaviria la apoyó, la Corte Suprema de Justicia le dio su beneplácito, los
colombianos eligieron delegatarios y entre el 4 de febrero y el 4 de julio de
1991 nació la Constitución que hoy rige a Colombia.
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